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l diario
L
a
N
ueva
E
spaña
publicaba en su edición del do
m
ingo
16
de junio una
entrevista realizada a Francisco Alvarez Cascos, vicepresidente primero del
Gobierno del Partido Popular. A modo de titular de esa interviú se subrayaba
una declaración del ministro asturiano en la que éste textualmente decía que...
«Si alguien cree que papa Estado va a seguir viniendo todos los meses a salvar-
nos, pase lo que pase con nuestras empresas, no vive en estos tiempos. Está mi-
rando hacia el siglo XIX. No tiene el reloj en las vísperas del XXI».
Esta reflexión venía a completar lo dicho anteriormente por el Sr. Cascos, de
que los asturianos necesitamos abanderar la exigencia de integración de nues-
tras compañías en el proceso de competitividad que es el único que va a salvar
a las empresas españolas. Estamos, pues, ante un nuevo elemento de lucha
ideológica, un intento de potenciar las empresas privadas en perjuicio de las
públicas, o sea un intento de justificar el plan de privatización que está em-
prendiendo el Gobierno del Sr. Aznar.
En primer lugar, no podemos aceptar el argumento de que el proceso de com-
petitividad es lo único que puede salvar a las empresas. La competitividad es
asignar a las empresas el rango de competidores en una lucha feroz por la
supervivencia. En una competición sólo hay premio para los vencedores al
igual que en la Vuelta Ciclista que se corre estos días sólo hay un «maillot
amarillo» para el campeón. De ese proceso competitivo necesariamente
resultaran empresas derrotadas, lo que se materializa en trabajadores
despedidos y frustración social.
La seguridad y la forma de vida de los productores no pueden depender de las
contingencias de una competición como no pueden depender de la suerte en
una lotería; deben estar asentadas sobre bases más sólidas. Y aquí es donde
aparece el necesario papel del Estado. El Sr. Alvarez Cascos y el partido al
que pertenece muestran un especial interés en desligar al Estado de una de sus
obligaciones esenciales: su intervención en el terreno económico-social.
Frases como esa de que «Quien espere la salvación de papa Estado vive en el
siglo XIX. pretenden desprestigiar, a titulo de trasnochada, una filosofía que
asigna al Estado obligaciones de defensa de sus ciudadanos no sólo en el
terreno militar y judicial sino también en el económico. A la Izquierda no nos
avergüenza, sino todo lo contrario, defender esta idea de que al Estado
compete todo lo que contribuya al bienestar de los ciudadanos, entre lo cual
ocupa un primerísimo orden todo lo que se refiere a la economía y a la
producción. Si para evitar abusos y desigualdades es necesario que inter-
vengan los poderes públicos en esas áreas pues han de hacerlo. Precisamente
si se suprime esa intervención se está emprendiendo la vía más rápida para
retornar a las condiciones sociales del siglo XIX.
Porque, vamos a ver, cuáles eran las condiciones sociales y económicas del
siglo pasado. La industrialización estaba a expensas de la iniciativa privada.
El resultado es que nuestro país perdió el tren de la revolución industrial. Son
necesarios grandes proyectos que requieren cuantiosos desembolsos que no
pueden realizar los particulares y deben ser afrontados por los poderes públi-
cos. Pero es que el siglo XIX con su competitividad y su iniciativa privada
tampoco resolvió el problema de la seguridad social. Tuvo que intervenir el
Estado para que pudiera haber asistencia social y pensiones para los trabaja-
dores que llegaban a situaciones de enfermedad y vejez en las que ya no po-
dían seguir trabajando. Otra forma de intervención estatal es la de las becas de
estudios, que son una forma de procurar algún tipo de igualdad de oportuni-
dades en el terreno de la formación cultural. En el mundo decimonónico de la
iniciativa privada solo podían estudiar los hijos de las fa
m
ilias pudientes
m
ien-
tras que los que nacían en un hogar pobre quedaban destinados para toda la
vida, cualesquiera que fueran sus capacidades, a un nivel cultural que les cerra-ba
cualquier posibilidad de promoción social. Por eso los hijos del siglo XIX,
que vivieron en su carne las consecuencias de aquel sistema injusto, soñaron
con otro tipo de sociedad. Los frutos de aquellos sueños y de la lucha empren-
dida para realizarlos fueron los logros del siglo XX en materia de seguridad
social, fueron las revoluciones socialistas de esta centuria, fueron el Estado
del Bienestar y la intervención estatal para eliminar los casos más sangrantes
de injusticia social.
N
o es extraño que a los señores del
Partido Popular
no les agraden esos logros
del
siglo
XX
y quieran construir un siglo
XXI
que se parezca al
XIX
cuando sólo
había oportunidades para los hijos de pap
a. P
ara conseguirlo están dispuestos a
limitar al máximo la intervención estatal en materia económico-social, a
privatizar toda la propiedad pública, a cargarse la Seguridad Social... y para
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ás
«
inri
»
nos tildan de desfasados y trasnochados a los que pretende
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os que
continúe en el próxi
m
o siglo
XXI
el progreso social que dio a este siglo XX un
carácter revolucionario y único co
m
o ja
m
ás se había conocido en la historia.
Entendemos que privatizar el sistema económico es una barbaridad tan grande
como si se pretendiera privatizar el sistema judicial. Imaginemos lo que
ocurriría si el Estado se desentendiese también de sus obligaciones de
intervención en la administración de Justicia. Por suerte eso hoy no lo propone
nadie. Pero hubo una época en que los poderes públicos no garantizaban el
funcionamiento de un sistema legal dentro del cual todos tuviesen iguales de-
rechos y deberes. Esta forma de administrar justicia fue una conquista social
gestada a lo largo de un proceso histórico muy dilatado. Por la forma en que
funciona la cuestión judicial en las sociedades menos evolucionadas podemos
comprobar las características y las consecuencias de la falta de intervención
pública, estatal, en la administración de la justicia. Los particulares perjudica-
dos deben procurarse el desagravio por su cuenta o con el apoyo de su familia,
de su clan, de su tribu... A su vez el ofensor puede tener el apoyo de los suyos,
de lo que pueden llegar a resultar sangrientos enfrentamientos entre tribus o
clanes familiares. En nuestro país solía ocurrir esto no hace mucho entre
colectivos sociales, como los gitanos, que no tenían muy asumido el concepto
de administración pública de justicia, y recurrían a sus métodos tradicionales
para solventar sus querellas. Es claro que en esos sistemas tradicionales de
justicia privada, quien posea recursos de fuerza puede vengar y hacer pagar
caro hasta las más nimias ofensas que reciban, mientras que quien carezca de
tal fuerza se ve obligado a soportar todo tipo de injusticias y atropellos. Por
eso, el actual sistema de intervención estatal en la administración de justicia,
con todos sus fallos e imperfecciones, es mucho más justo y más racional que
la ley de la jungla imperante donde falta esa intervención.
Pues de la misma manera, la no intervención pública, del Estado, en la esfera
económico-social, genera una jungla y unos abusos no menos graves. Los
grandes poderes económicos pueden imponer su ley a quienes carezcan de
fuerza para oponerse a ellos. Si no se puede dejar a la iniciativa de los
particulares la administración de la justicia, que es algo que nos afecta sólo de
forma coyuntural y relativa, con menos motivo se puede dejar a la libre
iniciativa privada el control y mantenimiento del sistema productivo, del que
dependemos totalmente para la subsistencia de cada día.
Vendrá un día en el que el posicionamiento del Sr. Alvarez Cascos sobre un
Estado sin obligaciones económico-sociales resulte tan inconcebible como
hoy nos parece un Estado sin obligaciones en el mantenimiento de la ley y la
justicia. En nuestra lucha por construir un mundo más justo y más racional,
son el Sr. Cascos y su partido los que encarnan las posiciones más
reaccionarias y trasnochadas. Son ellos quienes están poniendo proa al pasado.
Julio de 1996